16 septiembre 2006

TRIBUTO A LA SOLEDAD XVIII En la memoria de los cuerpos

De la penumbra despertamos al deseo, al brusco intento de remover las cenizas del pasado y guarecer el alma en el mejor engaño a nuestras conciencias; en aquel reducto prometedor llamado amor.
Sospecha incierta de retomar una vía distinta a los sinsabores de una existencia plana, ennegrecida, frustrada de anhelos eternos. Destino cuasi indiscreto a las sinuosidades del pudor, en el acto piadoso de entregar nuestras quimeras al intruso angustioso de las sospechas.
Porque ya los astros se han configurado una vez más a favor, mientras seguimos subestimando lo que sentimos. Creyendo que el amor es siempre distinto, nuevo, mejorable y hasta cierto punto perfectible. Confesión ahogada en el fondo de los pensamientos, sujeta a cambios imprevistos.
En la simplicidad de una feliz coincidencia nos mantenemos unidos por un lazo delicado, hecho de nuestras voluntades y nuestros aciertos en situaciones como ésta, donde complacemos los señalamientos ineludibles de la excitación que nos eleva, de la súbita pasión de la que ahora hacemos gala de nuevo.
Me alienta el saberla cerca, pero me inquieta despertar y no verla. Quizá porque desde mis sueños aparece, la siento a mi lado, pero no puedo verla aún; se va de mí o viene y apenas alcanzo a convencerme de que hago lo correcto si acudo hacia ella con la más desnuda de las razones, con la voz queda en su oído alerta, con el cuello desprotegido a las caricias otorgadas, con el sexo al descubierto; humedecido y complaciente ante el arrebato inquietante de consumar al unísono los primeros ruidos de la madrugada.
Con las ansias de sentirnos dueños del otro, en el intento de constatar que hay todavía algo inédito en nosotros mismos. Algo que no acaba de suceder por el simple hecho de detenernos, de frenarnos, de envolvernos en el manto de roces, rasguños y mordidas.
Comienza en esta historia una nueva vida. Renace el hambre de reconocerlo todo. Su piel, su enigma de mujer; perfil de fémina satisfecha de retozar en una cama compartida sin prisas. Con las horas contadas, pero con el despojo de nuestras prendas, acariciando los segundos perplejos que se quedan guardados en la memoria de los cuerpos.

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