16 septiembre 2006

TRIBUTO A LA SOLEDAD XVII Un suplicio de entrega mutua

Nos entregamos de nuevo a nuestras necesidades más básicas, al hecho de no sentirnos solos en las noches, con la cama lista para ser compartida y las pupilas dilatadas, propias del encuentro placentero que sostenemos a la luz de la luna: nuestro único testigo. Entre sueños me veo contigo sentada en las piernas, besándonos en el momento más incierto, enseñándonos a ser amantes con el alma y con el cuerpo, sin las palabras innecesarias y con aquella complicidad que nos pone a salvo de cualquier exigencia de pareja. Sólo nuestros movimientos parecieran ser más elocuentes, con la presteza necesaria para dejarnos sin aliento, en caso de querer hablarnos entre ecos repetidos que anuncian el entendimiento más absoluto de nuestros cuerpos. Con mi lengua rozando levemente tu nuca y tu cuello, me abro paso a tus secretos, a todas las posibilidades de merecer el placer de verte mover las caderas tan intensamente como aquella vez que dormimos sin importarnos el transcurrir del tiempo, y la noche fue un suplicio de entrega mutua; un dar sin titubeos ensayados, sin orgasmos fingidos y gritos acallados. Nos postramos en un letargo cuando completamos el rito, mientras te miraba y no podía creer tenerte descansando así, a mi lado, con tus piernas rodeando mi cintura y mis manos buscando el dulce fruto de tus senos. Bañado en ese aroma tan denso y sutil, tan tibio y terso, recibo la dicha vehemente del acto de transpirar un goce de los dos, sin disimulos, sin ningún tipo de reparos. Solapamos nuestra avidez de devorarnos, de sentirnos atraídos por la electricidad contenida en nuestras manos, amigas fieles que nos ayudan a saciar nuestra sed al sorprendernos gozando en cada célula, justo antes de recibir la descarga indescriptible de otro orgasmo. Te das cuenta de que te excitas al máximo cuando te imaginas reflejada en mis ojos, con la piel y los pezones erizándose al mismo tiempo. Más tarde, te vistes con la premura de saber que llegarás demorada a tu casa. Te he raptado hasta mis aposentos, sin la temeridad de ser descubiertos ya, sin la espontánea medida de cubrirnos entre mimos y halagadoras recompensas. Antes de la despedida, te tomo por detrás y te imaginas que todo ha sido un sueño.

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