14 septiembre 2006

BITÁCORA DE SOBREVIVENCIA VI Cementerio de moscas

Me despierta el inquietante ruido de las moscas que sobrevuelan a mi alrededor. Pregunto la hora y son casi las nueve. Me duele el cuello; creo que no he dormido bien. Por la ventana ya se filtran los rayos matutinos del sol. Busco las sandalias a tientas y decido ir al baño a vaciar los intestinos. Adentro se vuelcan más y más moscas que buscan la salida.
Pienso en el escritor guatemalteco Augusto Monterroso que solía considerar a esos asquerosos insectos como sus aliados y amigos. Obsesionado con ellos, les dedicó varias de sus lacónicas frases. A mí sólo me pueden causar repugnancia. Son tantas las que revolotean, tantas las que chocan contra los vidrios, tantas las que osan posarse frente a uno en su actitud más retadora que en respuesta, agarro el matamoscas y me dispongo a eliminar hasta la última que vea.
De entrada, sólo las espanto sin poder derribar ninguna. Son rápidas y sagaces; cobardes, les digo, no huyan. Voy detrás de ellas adivinando sus movimientos, acercándome lo más posible para asestarles un golpe certero. He visto a una enorme que choca contra la ventana insistentemente. Hago uso de mi paciencia y en el instante justo en que se detiene para acomodarse las alas, la reviento de un potente golpe. Otras buscan quedarse pegadas al techo, pero no se dan cuenta que me facilitan la tarea de exterminio.
La mayoría agoniza antes de estirar las patas. Caen desplomadas en cada fulminante raquetazo que logra dar en el blanco. Las sigo de un lado a otro, con el la sensación de vértigo que me produce su errático vuelo. Debería tenerles más compasión y ahuyentarlas, me digo, en vez de asesinarlas impunemente, pero de sólo imaginar que han estado en contacto con las inmundicias de ovejas, vacas y caballos en los establos circunvecinos, me vienen unas náuseas terribles.
Entonces tomo más impulso, me olvido que también son seres vivos y arremeto en su contra con toda mi furia. Pronto quedan reducidas a un montón de cuerpos inanimados que miro sin remordimientos; yacen en el piso, en los rincones donde difícilmente llegará la escoba, formándose así, el cementerio de las moscas.

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