17 septiembre 2006

CURSOS Y DISCURSOS V Elogio a la palabra clara

Más allá del fantasma de la guerra, del colapso de la economía mundial o de los desastrosos avances de la ciencia, está el ser humano. Él es el instante donde existen la pasión, el deseo y la mismísima revelación de la muerte. De él, surge el intento de atrapar la esencia de ese instante; el único capaz de enriquecer su existencia por medio de la palabra.
Puesto que cada cosa, sólo existe realmente cuando se le nombra, la palabra es identidad, pues define la existencia y la reafirma. Es origen y testimonio de los acontecimientos.
En todo tiempo y lugar la palabra es el soporte, la razón, los motivos y las consecuencias de cada hecho, así como de sus protagonistas. Ella da fe y anima al espíritu que la divulga.
Su maleabilidad multiforme hace posible las tantas maneras de acercamiento e integración con nuestra esencia y nuestro entorno. Principio de comunicación y entendimiento, su fuerza y significado conducen la certeza de entregarle a la vida estímulos plenos para el disfrute de cuanto somos. En consecuencia creamos códigos, imágenes e historias.
Como sucede con los conceptos del bien y el mal, de la santidad y la perversión, de la plenitud y el vacío, nos sumergimos en el placer de acariciarla para, en el momento del éxtasis, tomar de ella su verdad última. A tal punto que sin proponérselo se sitúa como la explicación suprema. Incluso se vuelve objeto de adoración pues nada sucede sin su consentimiento.
Pero no siempre se logra conseguir la misma fuerza del instante perdido. A veces, las palabras también se niegan; se tornan esquivas mientras nos empeñamos en arrancarles la piel. Sólo así se explica la diversidad de su naturaleza y también su complejidad. Principio de principios; la palabra es clara y nítida, pero también confusa y críptica. Sin embargo, dedicarse a la palabra hasta convertirse en su artífice, moldeándola para informar y recrear la experiencia del conocimiento, de la sensibilidad; es a la vez un goce y un privilegio porque al tiempo que la palabra alivia o cura, en todo caso equilibra, restaura y procura una emoción tan placentera, tan básica y definitiva como aquel otro goce que se hace posible al convocarlo desde el ocaso para enarbolar la descendencia.
Y aquí está la palabra, aquí sigue, justo cuando las diferencias que propicia la globalización son cada vez más abismales, a pesar de sus fórmulas de felicidad ilusoria e instantánea.
Palabra amor, palabra placer, palabra dolor, palabra creación, seminal y uterina, palabra obra, la mayor invención de la especie desde su creación, el logro supremo engendrado en el caldo primigenio, durante una gestación ancestral y aún en incesante marcha.
Cuando la voracidad del poder y sus reacciones en cadena parecen ya el fin inevitable. Cuando la aritmética de la avaricia se propaga convirtiendo a las personas en meras cifras de un banco de datos y, lo único que cuenta, son los signos de nuestra degradación.
De allí que no tengamos ninguna alternativa distinta a la de vivir creando gracias a la palabra. Palabra puente. Palabra hombre. Palabra mujer. Palabra obra, la más divina de todas, con cuyos atisbos se logra rasguñar la eternidad y abrir un surco en el tiempo de piedra. Lo único real entonces, es la necesidad de afianzarse en el mundo con la consistencia asombrosa de las palabras.

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