15 septiembre 2006

TRIBUTO A LA SOLEDAD I A la hora del fuego

Lenta es la noche y lentos son los preparativos del amor, de pronto mi lecho guarda el peso de nuestros cuerpos, y entre todas las cosas tú eres lo más puro, nuestros cuerpos enlazados principian el mundo, y una vez más somos los primeros habitantes de la Tierra, en una historia comenzada que siempre será repetida, con tu mirada joven perniciosa de ave, con tus caderas festín de profecías incumplidas, con tus pechos al aire tímido de malignas devociones, con tu boca panal de eternidades, al cobijo de la desnudísima celeridad del alma.
Desde entonces no reconozco otro cuerpo tan tibio y solidario que reconozca mis silencios, que sea comparsa en los diálogos secretos, sabios de la carne. Ya nada ignoro de ti, abrevadero de sagradas indulgencias, sustento de postradas obscenidades, único gozo que nos hace amar la vida. Al calor de las sórdidas caricias, mueren los devaneos y las sábanas fieles que nos arropaban resbalan por la piel como una candela apagada.
Por el contrario, se encandilan los sentidos en espasmos; inmaculadas resonancias salen de tu boca, resurrecciones que encienden los presagios de un amor flamígero que se apodera de mi placer, alegato del aturdimiento, que llega a su cenit y se eclipsa en la potestad flagelada de tu nombre.
Huérfano de tu compañía, aprendí a contar pacientemente los días y las horas, carcomido por la devota contradicción de tu lejanía, ebrio ante los desagravios a los que sobrevivo; amando al amor de lejos, añorando sus rumores nocturnos o sus fragores soleados, amando el plácido abrigo en el que se perpetúa la memoria que guarda los instantes detenidos para recordarnos así, a la hora del fuego, a la hora de la verdad, momento en el que afloran las dádivas de un paraíso en el que nosotros mismos nos hemos extraviado.

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