17 septiembre 2006

CURSOS Y DISCURSOS III El vertiginoso flujo inspirdor

Cuando el escritor se queda pasmado ante la hoja en blanco, deja de confiar en sí mismo, y en muchas ocasiones, recurre al alcohol como detonador de las ideas que le ayuden a soltar la pluma. Por tal motivo, las letras y las bebidas etílicas siempre han estado unidas en una especie de amasiato.
Porque bien se puede disfrutar del vertiginoso flujo inspirador que provoca el vino en la sangre, mientras se espera a la llamada MUSA, esa voz que parece estar fuera de toda conciencia, pero que alimenta la creación de la palabra que hacía falta o del verso que se negaba a florecer.
Saborear con el paladar atento y distinguir los matices del vino al probar el vodka, el coñac, el brandy, el whisky o incluso el tequila es, para muchos, la vía que permite llegar a la inspiración, al momento único donde la MUSA va dictando las frases con asombrosa exactitud, como si ya se conocieran de antemano.
El alcohol es la llave maestra: abre los párpados de la euforia, desata la inventiva y tonifica los residuos del talento. Es la playa simbólica que ampara a quienes se sienten náufragos de la letra; pero por otro lado, también puede ahogar al bebedor insaciable en el abismo de las alucinaciones.
Y es que se puede beber al estilo “bont vivant” de Alfonso reyes o del último Juan José Arreola, que tomaba Bas Armagnac; o se puede perder el control hasta terminar en la calle con la mirada extraviada y la botella abrazada cual hijo pródigo. Entonces, el alcohol aniquila los encantos del paraíso y de la entrada a un territorio de gratas evocaciones se cae a un pozo de irreversibles consecuencias. Escritores de la talla de Graham Green, Roal Dahl, o Jean Francois Revel hicieron del alcohol una fiesta de los sentidos. Francois Billón gustaba de los placeres tabernarios. Baudelaire y Jean Lorrain, por su parte, se sumergieron en universos mágicos al ritmo del ajenjo o “hada verde”, opiáceo cuyo principal saborizante es el gusano de madera.
Personajes como Bukowski o el infortunado Parménides García Saldaña también forman parte del rebaño de los encandilados, quienes bebían como para quitarse una sed rezagada.
Lamentablemente, muchas veces la bebida en exceso consume los talentos: Edgar Allan Poe llegó al delirium tremens al igual que Dylan Thomas, quien acabó sus días en la “White horse” de Nueva York.
Proust, ya con fiebre mortecina, pedía a Odilón, el marido de su sirvienta Celeste Albaret, que fuera a conseguirle jarras de cerveza al Ritz. Mientras que Georges Bataille buscaba perderse en la borrachera, en donde encontraba los hilos de la trasgresión.
Otro ejemplo es el de Truman Capote, quien se convirtió en un hombrecillo que perdía la elegancia al quedarse dormido y orinado en los elevadores. En el caso del británico Malcom Lowry fue el mezcal y sus fantasmas los que al final se encargaron de extinguirlo.
El recuento de los escritores aficionados a los licores es incontable. Lo cierto, es que resulta imposible soslayar su ambivalencia; el alcohol es una ráfaga que provoca alegría o el huracán que hunde en el desencanto, pero gracias a él muchos escritores han celebrado a la musa inspiradora y han creado obras en cuya atmósfera se manifiesta el espíritu representativo de una época.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Interesante, interesante, interesante... hip!

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