11 mayo 2010

Pesadilla


El sonido de la muerte arroja un eco en las paredes despintadas y en los vestigios de un cuadro removido, donde agonizan los trazos infernales de un hombre devorado por el miedo. El alma se le espanta y divaga presurosa por los rincones donde las fronteras no tienen un sólo final ni un sólo principio.

En el pasadizo de los sueños alienados que yacen en el inconsciente, la mente flota desde el ocaso perfeccionando círculos, y se eleva al trastocar los silencios alargados antes de posarse en el éter de una atmósfera enmohecida. 
  
En el lugar donde antes anidaba el aliento vital que recorría sus costados, se ha quedado descansando el vacío, reposo de la materia ante el roce de lo imperecedero. Hiela la sangre sostenerse en pie a las orillas de un  barranco onírico. 

En el despertar de una brusca pesadilla, el cuerpo se retuerce bajo las sábanas maltratadas por las presencias nocturnas, y se distorsiona el filo de una noche macilenta. 

Los delirios diurnos del individuo son el reflejo imaginario de aquel que permanece sumido en las proximidades de un siniestro sueño.


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