De repente, sus pies se iban elevando hasta conseguir cierta altura, extendía los brazos cual si fuera un ave de alas amplias y recorría parajes inexplorados guardando en su memoria hermosas vistas panorámicas. Era fantástico volar en medio de colinas montañosas, surcando desde esa distancia las tormentas hasta mirar los océanos como una diminuta piscina.
Definitivamente, no le gustaba el mundo en el que vivía. Era mejor huir de la violencia, de la inseguridad de las calles, las malditas guerras y de su cruda realidad cotidiana; esa gris habitación de paredes heladas cuyos rincones estaban repletos de quejas, frustraciones y montones de objetos en desorden. Es por eso que cada noche volvía a sentirse cerca del cielo, en el satélite natural del planeta tierra, más allá de la brumosa atmósfera, rodeada de sombrillas imaginarias y mariposas amarillas.
Pero al abrir los ojos, estaba de nuevo en su sitio, custodiada por los barrotes oxidados de su ventana, rumiando el recuerdo de Lluvia, su hermana gemela, quien meses antes la había abandonado para siempre al ser atropellada por un auto.